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TRIBUNA
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Querer y no querer

La novelista Carmen Martín Gaite y el filósofo José Luis López Aranguren dejaron por escrito sus rotundas negativas a ser miembros de la RAE

Viñeta de Eulogia Merle para la tribuna 'Se puede no querer' de Pedro Álvarez de Miranda, 28 de marzo de 2025.
Pedro Álvarez de Miranda

El predecesor de mi predecesor en la silla Q de la Real Academia Española, y por más señas Premio Nobel de Literatura 1989, fue el encargado de pronunciar el discurso de bienvenida tras el de ingreso en la institución del también novelista, y paisano suyo, Gonzalo Torrente Ballester. Era el 27 de marzo de 1977.

En cierto momento de su intervención, el autor de novelas que uno admira sin reservas (Pascual Duarte, La colmena) y del impar Viaje a la Alcarria se descolgó con la siguiente lindeza: “Todos los escritores españoles, digamos lo que digamos y salvo las dos o tres excepciones de todos conocidas, queremos sentarnos en la Academia, al igual que todos los españoles, escritores y no escritores, nos pongamos como nos pongamos —y salvo los dos o tres píos ministros o exministros de los que también todos sabemos—, aspiramos a acostarnos con una vecina”.

Ciertamente, podría no haber transcrito aquí lo que subsigue a la palabra “Academia”, pero no sé si hubiera sido del todo honesto escamotear al lector la salaz chocarrería, una de aquellas con que el aludido provocaba risotadas que hoy más bien se nos hielan, o deberían hacerlo, asqueados, en el recuerdo.

Con “dos o tres excepciones” se querría significar que eran en cualquier caso muy pocos, poquísimos, los escritores reluctantes al reconocimiento literario que, en el caso de los creadores, confiere la elección para una silla de la Academia. Que eran la excepción de la regla, eran rarissimae aves.

Pudiera. No es mi propósito, en ningún caso, abordar la cuestión en términos cuantitativos. Con noticias mayormente orales, y a veces vagas, procedentes de aquí o de allá, cabría confeccionar una lista mental de quienes dizque han declinado optar a un sillón en el edificio de Felipe IV. Es igual. Aquí solo voy a evocar un par de casos concretos —bien distintos entre sí, como veremos— para los que hay negativas explícitas y por escrito.

Tenía noticias de la que sostuvo una admirada escritora, doblada en filóloga, que me honró con su amistad: Carmen Martín Gaite. En el año en que se cumplen cien de su nacimiento y veinticinco de su desaparición, la excelente biografía que de ella ha escrito José Teruel (Carmen Martín Gaite, Tusquets) y ha merecido el Premio Comillas ha venido a ofrecer datos precisos sobre el particular, y a dar pie a estas líneas.

Al regresar de una de sus estancias en Estados Unidos, en febrero de 1981 Carmiña recibe de Rafael Lapesa, Manuel Seco y Carlos Bousoño la propuesta de entrar en la Academia. “Insistieron mucho”, cuenta a una amiga en una carta. Y la que Lapesa escribirá a su antigua discípula es, como bien dice Teruel, sencillamente admirable: “Comprendo y respeto su resistencia a verse consagrada oficialmente —le dice don Rafael—, aunque ya lo esté por su obra y por el reconocimiento de críticos y lectores. Quisiera, eso sí, hacerle ver que pertenecer a la Academia no mermaría para nada su independencia, y que nuestra labor allí no es engolada, solemne ni dogmática: nos reunimos para intentar que el Diccionario y la Gramática que publicamos registren con mayor fidelidad lo que el uso va consolidando, sin poner trabas a la creación del lenguaje, ya sea literaria, técnica o popular…”.

Varios académicos (Delibes, Seco, Laín, Rico, Bousoño…) tratan de nuevo de convencerla en 1996, sin éxito. Y ella tendrá que desmentir, en una enérgica carta al director de EL PAÍS, que su negativa tuviera nada que ver —como había supuesto Haro Tecglen en una columna— con el hecho de que Rafael Sánchez Ferlosio no fuera académico. En absoluto, no había tal. La razón de mayor peso era “lo avariciosa que me he vuelto de mi independencia y de mi tiempo”.

Con denuedo lo intentará Víctor García de la Concha una y otra vez, la última —lo contó con detalle en una necrología el entonces director de la Academia— en una cena el 3 de febrero de 1999. No hubo modo: no tenía ganas de ser académica ni de ponerlo en su tumba. La que su familia tenía en el pequeño cementerio de El Boalo iba, tristemente, a acogerla tan solo un año y medio después.

La otra negativa a la Academia (distinta; no hubo previa propuesta) la expuso el profesor José Luis López Aranguren ya en el epílogo, “Autocrítica ante un espejo”, de su libro de 1975 Talante, juventud y moral. Entre complacido e irónico, bromea ahí con que “si no la filosofía, por lo menos la Academia de la Lengua” tendría que reconocerle “la elevación de este jugoso vocablo castizo [talante] al plano filosófico” (por decirlo en los términos con que lo había destacado, ya en 1955, su fraternal Ángel Álvarez de Miranda). Tras lo que enseguida advierte (vuelvo al libro de 1975): “No estoy presentando mi candidatura a tal establishment (la Academia)…”.

Pasan nueve años y el 28 de diciembre de 1984 publica Aranguren en este periódico un áspero artículo, Qué significa (querer) ser académico, escrito a raíz de la frustrada elección para la Española de un sabio eminente, don Julio Caro Baroja. El cual, por cierto, tomó aquello como “un desaire”, aseguró que jamás volvería a ser candidato y sin embargo… fue elegido a los cuatro meses y pico del intento fallido.

El caso es que el catedrático de Ética gastó en aquella tribuna bastante mala uva. Para ser académico, afirma, es útil “escribir, sí, en EL PAÍS (no, claro está, en Liberación), pero asimismo en Abc; haber escrito Hijos de la ira, pero no ser poseído por ninguna rabia política (solo por perdonables rabietas)”, etcétera. Le viene a uno enseguida a la memoria el “Ah, pobre Dámaso” con que arranca, precisamente, un poema de ese libro…

Ahora bien, para cerrar su artículo escribe Aranguren una coda que tiene algo de captatio benevolentiae y acaso de ligero pentimento: “Espero que estas reflexiones se tomen como propias de un vieux terrible, que es lo que a mí me gustaría ser, aunque quede siempre lejos de conseguirlo”.

Puestas hoy las palabras de Aranguren al lado de las de su amigo Lapesa, profundo conocedor desde dentro de la Academia —más aún, hacedor de ella—, y de su historia (pespunteada esta, sabido es, de signos de independencia y de tolerancia), innecesario es decir con cuáles estimo que es de ley quedarse. Con todo, tan legítimo —faltaría más— es querer ser académico como no querer serlo.

Carmen Martín Gaite sabía que “la Academia Española trabaja”, por decirlo con el título de una serie de artículos que tiempo atrás había publicado don Julio Casares. Ella quería concentrarse en su obra literaria, y declinó la propuesta. Impecable.

Ciertamente, la elección implica también un reconocimiento. Y aunque se dice que a nadie le amarga un dulce —Vanitas vanitatum…—, resulta que no, que los hay cero golosos, por decirlo con un uso adverbial, y coloquial, de cero que el Diccionario de la lengua española aún no recoge, pero recogerá. Es su trabajo.

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